¿Qué está pasando con los tenores?
Precisamente
esta era la frase que el pasado jueves por la tarde se hacía, en voz alta, una
persona a la que quiero y aprecio muchísimo, y a la que, estoy segura, no le
importará que haga mías sus palabras y las utilice como título de entrada de
este post.
Siempre
se ha dicho que los tenores son una especie en extinción: sí, surgen voces
nuevas cada día, pero entre ellas, muy pocas llegan a grandes niveles de
excelsitud.
Cada
generación emite el mismo juicio: “cómo este no va salir ninguno más”, pero el
tiempo, acaba desmintiendo dichas sentencias. Sólo el tiempo.
Si
actualmente tuviera que destacar voces tenoriles, creo que hay dos que merecen
ser nombradas, y los voy a enumerar por orden de edad: Roberto Alagna y Jonas
Kaufmann.
Creo
que los dos, con permiso de un señor que se llama Plácido Domingo, son los
máximos exponentes de la lírica actual, cuyas voces son disputadas por los
teatros más importates del mundo, los que más seguidores tienen y porque – es
la triste realidad - no hay otros en activo que puedan afrontar, con cierta
garantía, sus respectivos repertorios.
Expuesto
esto, pero, me gustaría hacer una reflexión que siempre he hecho como
aficionada, y la cual me gustaría que, ellos como artistas, como cantantes,
como personas que tienen el don de hacer emocionar a las gentes con la fuerza
de sus voces se hicieran solo de vez en cuando.
Cuando
un cantante firma un contrato, a tres, cuatro e incluso a cinco años vista,
quedan comprometidos con un teatro y con una ciudad, pero cuando se hace eco de
este acuerdo y llega al oído del aficionado, y éste, en la mayoría de los
casos, haciendo esfuerzos sobrehumanos, decide desplazarse a un determinado punto
del mundo para disfrutar de ese espectáculo, el artista no solamente tiene
compromiso con el teatro que le ha contratado, sino también con el público. Con
su público, que en definitiva es quien le llena el teatro y quien le da de
comer.
La
relación con el teatro no pasa más allá de lo meramente profesional, sin embargo,
con el aficionado se crea un lazo o un vínculo moral o sentimental. Desde el
momento en que el público adquiere una entrada, detrás hay mucho más que una
noche en la ópera: hay un viaje, hay una ilusión, hay una expectativa tan
grande que, de ser conscientes de ello, los cantantes se lo pensarían dos veces
antes de retirarse, cancelar un concierto o bien posponerlo.
¿Pueden
ellos ser capaces de imaginar el daño moral y la desilusión, el desengaño que
ellos mismos propician cuando un artista decide cancelar un espectáculo?
Supongo que sí, algo deben sospechar, pero no sé hasta qué punto.
Esto
es precisamente lo que me pasó a mí este fin de semana, cuando después de haber
preparado con una gran ilusión un viaje a Milán – ciudad a la que quiero de
forma especial por un hecho relacionado con la ópera y que ahora no viene a
caso – y hacerme a la idea de que por fin podría disfrutar de la Scala en una
representación, cuando después de escuchar una vez y otra, y otra, y otra el
repertorio que escucharía este sábado, fue cuando el jueves por la tarde, la
web de la Scala anunciaba que el tenor germano Jonas Kaufmann, debido a una
repentina enfermedad, debía retirarse del recital que estaba previsto y
posponía su actuación hasta el 21 de octubre.
No es
la primera vez que Kaufmann cancela un recital, o una representación
operística, ni más ni menos recientemente hizo lo propio en Viena, cancelando
un par de Parsifales, y yo misma ya había vivido esta situación cuando en 2010
canceló una “Bella molinera” en el Liceu.
Cuando
has puesto tanta ilusión y tantos nervios, cuando has esperado medio año para escuchar
al artista, y cuando te has pasado una semana oyendo lo que vas a ecuchar en
directo, el batacazo es tan grande… genera tanta impotencia que a una se le pasan
las ganas de repetir, de esperar y de desplazarse.
¿Y
por qué hacerlo, si tarde o temprano se va a subir en internet o se va a sacar
la filmación en DVD?
Cierto
es que el directo es insustituible, su magia es inalcanzable desde el sofá de
casa, pero llega un punto que, cuando has invertido tu tiempo, tu dinero, y
sobretodo la ilusión, y ésta se derrumba cual castillo de naipes, hace que una
se replantee muchas cosas. Porque aquí, seamos sinceros, el dinero duele
perderlo pero, la ilusión no hay dinero en el mundo que la restituya.
Sí,
me da miedo ya cogerme entradas para próximas actuaciones de Jonas Kaufmann.
Durante los tres años que hace que sigo su carrera, ya es la segunda
cancelación que sufro. Dos de cuatro intentos que he hecho de escucharle. Balanza
equilibradada, pues que diría alguien.
Tengo
entradas para su “Winterreise” en Barcelona. No quiero hacerme ilusiones de que
venga a cantarlo. Prefiero pensar que no y así no me llevaré otro disgusto. Y
si al final, resulta que sí, que “ninguna enfermedad sobrevenida” le impide
cumplir con su compromiso con el público del Liceu, nos llevaremos una
sorpresa. Confiamos y esperamos que así sea, todos somos humanos, todos
enfermamos. Lo comprendo perfectamente.
Cuando
se compran las entradas con tanto tiempo de antelación sólo se puede proceder
de esta manera cuando quien cante sea Plácido Domingo, que a sus 72 años, con
una operación de cáncer de colon a sus espaldas, y con una reputación artística
con la que no tiene que demostrar ya nada a estas alturas de su carrera, les da
a los jóvenes una lección de profesionalidad cada día. Y cuando Plácido cancela
es que se está muriendo, si se me permite expresarlo así.
Comentarios
Pues sí, realmente afortunada que has podido escucharle cuatro veces. Yo he hecho lo propio en dos ocasiones, las otras dos por las que tenía entrada me canceló. Es verdad que todos somos humanos y todos podemos estar enfermos, pero qué casualidad que siempre cancela para la función que yo tengo entrada... en fin...
Sobre Plácido, su profesionalidad no tiene límite. Le he escuchado cantar resfriado, con traqueítis, con alergia, de ello hace dos meses en Nueva York, y no canceló. He aquí el sentido de la responsabilidad. No hay palabras para definirlo.
Saludos,