Jaque al Rey





“Metiendo David su mano en la bolsa, tomó de allí una piedra, y la tiró con honda, e hirió al filisteo en la frente; y la piedra quedó clavada en la frente, y cayó sobre su rostro en tierra. Así venció David al filisteo con honda y piedra; e hirió al filisteo y lo mató, sin tener David espada en su mano”. (Samuel 17, 49-50).



Reza en la Biblia que, en tiempos inmemoriales, David solo necesitó una única piedra para vencer y matar al gigante filisteo Goliat.

Todos somos conocedores de esta historia y de lo que significa: la victoria del pequeño frente al grande, del desvalido frente al poderoso y el tener consciencia de que, aunque todo juegue en nuestra contra, siempre habrá posibilidad de salir triunfante. Por mísera y poco probable que sea esta posibilidad.

Han pasado miles de años y parece ser que las cosas no han evolucionado mucho. Hoy en día nos seguimos encontrando con Davides y con Goliats. El último caso reciente, tan reciente que está inflamando desmesuradamente todos los medios informativos, es el de Plácido Domingo.

El tenor madrileño ha sido acusado de un presunto delito de acoso sexual por 9 mujeres del mundo de la lírica y una bailarina. Sólo una de ellas da la cara.

No quisiera convertir este texto en una apología hacia la figura del tenor porque harto se ha hablado y escrito sobre ello, y menos cuando el mundo de la lírica, de la música y del arte, y también de los aficionados, se ha alzado en la defensa y apoyo del astro madrileño.

Solo pretendo que lo acontecido estos días nos haga pensar. Que dediquemos unos minutos a razonar.



Estamos en 2019, en una versión avanzada de la era digital. Se supone que llegar aquí no ha sido fácil, como tampoco lo fue civilizar al hombre y enseñarle los principios básicos de la convivencia. Tampoco debió ser cosa de coser y cantar adiestrar la mente humana y acostumbrarla a pensar por sí misma.

Nuestros sabios filósofos griegos invirtieron horas en sus alumnos para enseñarles precisamente a defender la libertad, a inculcarles que tenían derecho a pensar por sí mismos y a sacar sus propias conclusiones, que eran y debían ser valedores del derecho a cuestionar y cuestionarse a la vez, a sí mismos. Que tenían el don y la gracia de poder dudar de todo aquello que contraviniera su manera de ver las cosas, no obstante, pues, nuestros antepasados de la Antigua Grecia, como en nuestra moderna época, no estaban exentos de sucumbir y decantarse hacia un lado u otro, en función de cuáles fueran los intereses de aquel que en medio del ágora osaba alzar más la voz.

Han pasado los años como decía al principio, pero creo, y lo reafirmo cada vez más, que, a pesar de todos estos esfuerzos de nuestros antiguos sabios, de nuestros ilustrados pensadores, de sus ideas y enseñanzas, nuestra sociedad, lejos de haber cambiado o evolucionado, está dando un gigantesco paso atrás. No ha aprendido nada. Y eso es muy preocupante.

No hablo de estancamiento, que sería quizás lo menos gravoso, no. Hablo de retrocesión, del regreso a la sumisión. De bajar la cabeza. De anulación del criterio y del raciocino, de la falta de juicio. De manipulación. De aquello que se denomina fenómeno de masas.

¡Cuán fácil es dejarse arrastrar! Evitamos el pensar porque otros se creen en el derecho de hacerlo por nosotros. Dejamos de dudar porque creemos que lo que se escribe y se dice es palabra de ley. Damos por bueno y válido algo simplemente por su repercusión mediática. No reflexionamos porque en el mundo en el que vivimos y nuestras exigencias diarias no nos permiten dedicar un tiempo a organizar o reorganizar nuestras ideas. Y muchas veces encontramos una justificación válida a esta actitud, mientras no nos afecte directamente a nosotros. Creemos casi ciegamente, asentimos y consentimos. Somos pasivos y para nada activos, a no ser que sea, muchas veces, para lastimar a otro.



La gran epidemia del siglo XXI

Siempre que pienso en el ser humano me asalta el miedo de constatar hasta qué punto alguien o algo puede llegar a manipular nuestra mente, nuestros pensamientos. El comprobar cómo nos cambiamos fácilmente de camisa cuando lo que se está buscando es beneficio propio es realmente demoledor, aunque ha sido así desde la creación del mundo.

Me preocupa, de esta misma forma, que la envidia, los celos, el afán de poder, el dinero, la venganza –todos ellos viejos conocidos nuestros- envenenan al hombre y pisotean las relaciones entre ellos. Las enloda. Las pudre. Y los humanos nos vendemos al igual que Judas vendió a Cristo por treinta monedas de plata. Quizás ahora necesitemos algo más que treinta monedas. Meditemos.

Esta es nuestra triste y cruda realidad y un claro ejemplo de que la sociedad, en su mayoría, no cree, no piensa, no reflexiona, no arriesga, sino que simplemente se deja llevar mientras se saque algún provecho de ello. Esta actitud evita muchas veces tener que tomar decisiones difíciles y, si cuando lo hacemos nos equivocamos, la culpa siempre será del otro, de aquél que supuestamente nos arrastró, jamás nuestra porque, además, somos incapaces de reconocer nuestros propios errores y aprender de ellos. No en vano se dice que el hombre es el único animal que siempre tropieza con la misma piedra. La historia está llena de estos ejemplos.

Si, cuán fácil es arrastrar y dejarnos arrastrar, insisto. Cuán fácil es sucumbir. Qué fácil es ser débil. Cuando el odio y el interés ajeno se anclan en un asunto y divide partes, nadie recuerda el bien, los buenos actos y formas de los años pasados o, ni tan siquiera, del día anterior. La exaltación de las masas, en cualquier sentido o por cualquier medio, todo lo puede y destruye.

Indiscutiblemente la pandemia que nos sacude y acecha en nuestros digitales días apunta a las redes sociales, que se han convertido en el mortífero y moderno cáncer de nuestra sociedad.

Un cáncer que lejos de consumir, corrompe. Un cáncer, que enfanga a quien quiere, cuando quiere y cómo quiere. Un cáncer que mata las ideas, la opinión, la reflexión. Un cáncer, que no deja espacio para la duda, para el examen de conciencia de uno mismo y que no se erradica con ningún tratamiento de quimioterapia, por agresivo que pueda llegar a ser. Un cáncer al que solo se le puede plantar cara y vencer si el ser humano está dispuesto a hacerlo y está en predisposición de cambiar e intentar reconducirse y evolucionar de nuevo hacia los pilares básicos de la sociedad, y que nunca debería haber perdido, si más no, olvidado. Unos pilares que están seriamente amenazados por un terremoto que parece, de momento, no tener quien lo pare, quien lo remita, quien lo controle, como si de un grave incendio forestal se tratara y al que se intenta controlar y sofocar pero que es enormemente difícil extinguir sus crecientes, incesables y destructivas llamaradas.

Antaño eran los grandes líderes quien hacían y deshacían a su antojo. Ahora, y esto es aún más peligroso, es la tiranía desmesurada de las redes sociales y de los artículos periodísticos. Ambos medios se han convertido en la nueva palabra de ley eliminado desde la raíz y de cuajo, la figura del juez. La sociedad se erige como juez y verdugo al mismo tiempo, y ejercita conscientemente estas funciones. Y es así porque muchos ciudadanos secundamos y dejamos hacer. Este es otro gran momento para reflexionar.

Tiemblan pues los cimientos de nuestro ordenamiento jurídico, de la ley, de nuestros derechos constitucionales y fundamentales a nivel civil y penal. Y no ante clarividentes pruebas, no, sino ante rumores, calumnias, ante un “un amigo, de un amigo, de un tío mío que tenía un sobrino que le dijo que…”.

Las habladurías van pasando de boca en boca. Bueno, de red en red tendría que decir haciendo eco al marco de nuestra era digital. Se va armando inevitablemente el jaleo y van tomando fuerza por inverosímiles que sean. Se van metiendo en nuestra cabeza de una forma sutil, hábil, sigilosa, roen nuestros cerebros hasta que finalmente, ¡boom! estalla el gran petardo. Nuestro oído retiene el estruendo y ante nuestros ojos luces multicolor se desmayan en el cielo. Este es el momento en que todo se desmorona al igual que lo hace el árbol llorón. Se ha abierto la caja de los truenos. Del mal. 



Europa abofetea a América

Ardieron y aún arden las redes. Los telediarios se hicieron eco de la noticia. Los periódicos en papel hicieron funcionar sus rotativos de día y de noche, y Plácido Domingo apareció en casi todos ellos en primera plana de las ediciones de este pasado miércoles 14 de agosto, un día después que la agencia AP News dejara que estallara una bomba atómica a nivel internacional cuyas consecuencias, se están aún conociendo y midiendo.

De lo que no cabe lugar a duda es que la sociedad, a través de las redes sociales, se ha erigido, nuevamente como hacía referencia, en juez y en verdugo. Lo que está claro es que, para poner en jaque a alguien, como se ha puesto en esta ocasión a Plácido Domingo, el disponer o no de pruebas es irrelevante por la mera repercusión mediática de la que goza el personaje. Está claro que, las denuncias, el pasar a disposición judicial y el enjuiciamiento posterior es innecesario porque la sociedad, parece, ya ha emitido su veredicto. Al menos, por lo que respecta a América.

Por mi formación profesional conozco perfectamente el principio del “in dubio pro reo”, aunque, es un principio tan mamado que no es necesario saber de normativa para entender uno de los pilares básicos del Derecho y de nuestro Estado y sobre los cuales debe apoyarse la sociedad. Si incluso un niño nacido ayer sabe que, hasta que no se demuestre lo contrario, un individuo tiene derecho a ser considerado inocente.

Debemos ampararnos en la duda y creer en la inocencia y buena intención del ser humano. Debemos entender y defender que todo el mundo tiene derecho a una defensa, inclusive si se es culpable. Tenemos la obligación moral y social de creer firmemente en el principio de la presunción de inocencia. De la nuestra. Y, sobre todo, de la de los demás.

Hoy en día, es fácil acusar y extirpar al otro este derecho. Alguien es culpable porque otro alguien lo dice, y viceversa. No hay principio que valga. Pero, aquellos que acusan y se olvidan de los derechos de los demás son los primeros de apelar a la ley para que, un día u otro, si se llegaran a sentar en un banquillo de acusados, los representantes legales de la ley hagan constar y constatar y, hacer prevalecer que ellos (como los que ellos mismos condenaron, condenan y condenarán sin piedad) tienen derecho a no ser considerados reos hasta que los hechos y las pruebas y, una sentencia judicial firme, diga que son culpables.

Tenemos que hacernos preguntas. No resolverlas, que para esto están los jueces. Los jueces de verdad.

Y los auténticos jueces son aquellas señoras y señores que van vestidos con una toga negra y mangas largas adornadas con puñetas blancas y que han pasado muchos años de su vida estudiando leyes y teorías sobre la criminalidad en cualquier forma de su expresión. Son aquellas señoras y señores que tienen encima de su mesa la enorme responsabilidad y el arduo trabajo de tener que decidir sobre conceder la absolución o, por el contrario, castigar. Aquel colectivo que inspira respecto cuando se entra en una sala de lo penal y sabes que entre sus manos tiene una vida de un hombre en juego, una reputación, un nombre. Son ellas y ellos quien deciden si el presunto reo continua como antes o les sentencia a que su vida de súbitamente un giro radical. El ser humano y su situación pende del hilo en el que se sostiene la capacidad de razonamiento y de análisis del juez, de sus dudas resueltas, de sus decisiones. Sólo los jueces, y únicamente ellos pueden convertir sus conclusiones en palabra de ley. La auténtica palabra de ley. La inquebrantable. La justa.

¿Alguien se ha planteado los múltiples conflictos morales, las dudas, la incertidumbre que pueden a llegar a tener las juezas y los jueces cuando se les plantea un caso de acoso sexual en una sala de lo penal, y sobre el cuál, sí median pruebas que pueden incriminar o no a un imputado de este delito?

¿No dudan al caso ellos incluso ante pruebas fehacientes? Sí, lo hacen. Porque su profesionalidad les obliga moralmente a ello. ¿Qué se equivocan? Seguramente, son seres humanos, no lo olvidemos.

¿Podemos imaginar lo que podría ser enjuiciar y decidir sin pruebas lo suficientemente claras?En Europa, quizás si, y me atrevería a decir que jamás llegaría a un tribunal.

En América, y volviendo al caso Domingo, quizás tampoco llegara por la simple cuestión de que no ha sido necesario ni un juez para señalar a Plácido Domingo como culpable de este presunto delito. Se ha bastado solo con tener en cuenta un artículo periodístico que relata la experiencia de 9 mujeres y 8 de ellas no dan la cara- insisto-. ¿Para qué colapsar sus cortes de justicia cuando, sin pruebas, y sin presentar testimonios, ya son capaces de emitir un veredicto que comporta la cancelación de un concierto en Filadelfia y en San Francisco? En América lo tienen claro y galantean con el dicho popular de “cuando el río suena…”, bien, o el equivalente en su idioma. ¿Para qué molestar a los jueces, que deben estar de vacaciones tumbados en las playas, probablemente de otro país, para escapar de su asfixiante y nada racional sistema de justicia, cuando la denuncia anónima se antoja más valuosa que una prueba fehaciente o que un testimonio de cargo? Bah…. Esto lo dejamos para Europa deben pensar los americanos. Qué aprendan cómo de rápido trabajamos y que no nos estamos con contemplaciones, vamos a ver: la noticia es conocida por la mañana. Muchos nos desayunamos con ella, y, voilá, durante la misma tarde del martes 13 de agosto, Filadelfia ya ha destruido la presunción de inocencia. Ya ha aniquilado el nombre, la reputación y la gloriosa carrera de Plácido Domingo. Jaque, mate.

A la de Filadelfia se le une posteriormente la ópera de San Francisco. Los teatros americanos hacen entre sí piña, mientras en Los Ángeles se abre, inmediatamente una investigación rigurosa a la conducta de Plácido. Como si se tratara de un criminal.

Y luego en Europa nos quejamos de que los juzgados están colapsados y de que la justicia es lenta. Pero al menos en Europa, se estudia todo y se aplica, al menos de momento, el sentido común.

Desconozco el sistema de derecho penal en América, pero pienso que no debe distar mucho del principio universal de presunción de inocencia que se aplica en el resto del mundo. Pero, América es América. El continente moderno, el continente que domina y doblega al mundo entero y que en el caso que nos ocupa parece ser que, como queda evidenciado, se ha saltado las leyes y los procedimientos. Con lo aparecido en prensa y sin haber constancia de ninguna denuncia en la policía o en el juzgado y sin haber ninguna causa abierta contra el tenor, ya le ha juzgado cargándose el sistema y la presunción de inocencia bajo el halo de “vamos a esperar acontecimientos” que es lo mismo que considerar como reo antes de que un tribunal impute cualquier clase de delito a Plácido Domingo.

Sin embargo, aún sin dejar de creer que estamos en una sociedad corrompida por las redes sociales, en Europa hemos sabido mantener la calma. Recordemos que somos herederos de los grandes filósofos, de los sabios y de los pensadores griegos, y esto en el juicio de la historia pesa. En nuestro continente hemos sabido apelar correctamente a la teoría del “in dubio pro reo”, un principio que además acarrea la responsabilidad y la exhortación al acusador para que demuestre la culpabilidad del acusado y no al revés. En Europa, en el viejo continente, se ha alzado un movimiento tan grande jamás visto en estos últimos años a favor de la insigne figura de Plácido Domingo. Y esto nos honra, como personas, como ciudadanos, como europeos que somos, como gente que apela a la justicia en lugar de impartirla sin ton ni son.

El grito de defensa y de apoyo es tan grande que ya no tiene quien lo detenga porque son decenas, centenares, miles, millones de personas que creen en Domingo y que le secundan.

De esta situación también tenemos que aprender, reflexionar y actuar en consecuencia y sobretodo no dejar que Europa y los teatros europeos sucumban ante el poder y la influencia de lo que los patriotas americanos llaman los Estados Unidos de América.



Una última reflexión

Cuando un asunto como el que nos ocupa sale a la luz, y más cuando el presunto culpable es conocido y popular como es el caso, se produce una situación de miedo a las represalias personales o artísticas que pueden derivarse cuando alguien, haciendo gala de la moral, de lo correcto, y del valor, decide tirar adelante con todas las consecuencias.

Creemos que lo mejor es nadar entre dos aguas, o esperar que estas se calmen. Otra opción es hacer como el avestruz y esconder la cabeza bajo tierra en lugar de dar un paso firme adelante y colaborar con la justicia y a desatascar estos asuntos.

Es un acto de valentía. Sí. Pero también de justicia. De ética. De moral. ¿Estamos preparados física y mentalmente para ello? Creo que sí, siempre y cuando demos un giro radical a nuestra manera de pensar.

Como ya he dicho, el mal ya está hecho y no habrá poder humano que restaure con dignidad el nombre, la reputación y la presunta actitud de Plácido Domingo. Esto solo lo puede hacer un juez.

Pensemos antes de hablar. Mesuremos nuestras palabras antes de lanzarlas al aire. Tengamos clara la terminología que utilizamos al hablar, o al escribir. Alguien dijo que la pluma hiere más que una espada, y no equivocaba.

David necesitó una piedra para vencer a Goliat. En el caso de Plácido una sola palabra, acoso.

Pensemos, insisto. Delimitemos y definamos la fina línea que puede hacer decantar la balanza ante una actitud acosadora o simplemente aquella que está permitida y aceptada dentro del arte del flirteo entre un hombre y una mujer. Cierto es que cada hombre es cada hombre y cada mujer es cada mujer, y lo que para mí es negro para el otro es blanco. Sí.

Pero cuando alguien acusa, y acusa de algo tan serio y delicado como lo es el acoso sexual se le debe invitar previamente a analizar los actos del presunto acosador.

¿A cuántas mujeres se les han robado besos? ¿A cuántas mujeres se les ha dejado algún o varios mensajes en un buzón de voz o en un whatsaap un tanto subiditos de tono, una y otra vez? ¿A cuántas mujeres no las han rondado repetida e insistentemente hasta que aceptan o escupen un claro “no”? Sentirse acosada por alguien no es lo mismo que un hecho pueda calificarse como acoso delante de un tribunal. Dependerá de quien tengamos enfrente.

Pensemos. Razonemos. Y volvamos a pensar en qué tiempos vivimos, en qué tipo de sociedad. En una sociedad que, a día de hoy está muy sensibilizada con estos temas. Temas escabrosos que deben aflorarse para corregir y castigar esta clase de conductas y que nos permita mejorar nuestras leyes, pero, hagamos examen de conciencia antes de señalar con el dedo. Estemos seguros porque de nuestras palabras, de nuestros escritos, de nuestros actos y consecuencias pende la libertad o la privación de ella. Pende la vergüenza. Pende el ser considerado a los ojos de la ley como delincuente o criminal. Pende la duda, pende la confianza que jamás se recupera totalmente.

Con una acusación destruimos a aquel que nos molesta. Pero también derrocamos su vida personal y familiar. Sus hijos, hermanos, padres, abuelos, primos… Los ponemos en la cuerda floja. A todos.

Pensemos en las consecuencias y actuemos luego libremente y con la mente clara. Y aprendamos a mordernos la lengua cuando con nuestras palabras, pensamientos o dudas infundadas podamos hacer daño al prójimo. Es difícil, pero me parece y creo que vale la pena intentarlo.











Comentarios

Laura d imperio ha dicho que…
Adhiero a lo escrito

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