Sí, cuando Dios te echó al mundo... ¡qué faena me hizo!
Enorme trabajo me cuesta a estas alturas encontrar un único
calificativo para describir, a consciencia, la maravillosa tarde que ayer
vivimos unos miles de afortunados en el Gran Teatre del Liceu.
Podría decir que, impresionante; podría decir que sensacional; podría
también decir que excitante; podría decir que especial; y podría decir
obviamente que muy sentimental. Podría decir tantas cosas… tantas… que
seguramente no acertaría nunca al 100% lo que en un soleado y radiante domingo
de mayo, el gran tenor PLÁCIDO DOMINGO
nos regaló. Por tanto, creo que el mejor de todos los adjetivos, quizás el más
adecuado, sería el de irrepetible, solamentte para ir a la par con el gran
artista y cantante que ayer pisaba el escenario de nuestro Liceu.
Plácido Domingo no necesita de presentación alguna. Todo lo que yo pueda
decir o escribir, manifestar o sentir cada vez que abre la boca lo he dicho y
escrito hasta la saciedad. Cantando ópera, cantando zarzuela, cantando boleros
o cantando rancheras. Da igual lo que sea porque Plácido Domingo es de aquellos
artistas, de aquellos grandes artistas – único en su género - con los cuales ya disfrutas, inclusive, antes
de que abran la boca.
Su aura, su porte, su sencillez, su pasión y su sensibilidad envuelven el
ambiente fuera, y dentro. Es algo que no se puede describir. Simplemente se
tiene que vivir, sentir, y sobretodo, disfrutar.
“No importa que el mozo fuerte
vuelva viejo”
Reza así una de las romanzas más emblemáticas de nuestra zarzuela y de la
que ayer gozamos en la voz de este titán incombustible.
Ambiente de fiesta y gala. Muchos nervios. Muchas sonrisas. Muchas
ilusiones. Y al final del todo, demasiado corto. O así me lo pareció a mí.
El gran Plácido Domingo regresaba de nuevo a Barcelona con un género que
adora, y que adoro.
La zarzuela ha sido y es muy importante en su vida. La zarzuela, ha sido y
es también muy importante en la mía. Plácido referencia a sus padres, ambos
cantantes de nuestro género. Yo sin embargo, tengo como punto de mira a mis
abuelos. A ambos, pero, sobre todo a mi abuelo que hizo que con su poca voz,
pero con un gusto y estilo realmente sobrecogedor, exquisito y extraordinario
yo amara –y ame de por vida – la música con la que él creció y disfrutó.
Era de justicia que Plácido se presentara, por fin, en el Liceu con
zarzuela. Lo había hecho en el año 1976 dirigiendo una “Doña Francisquita”
precisamente cantada por sus padres, pero, en concierto, era la primera vez.
Vive la zarzuela, le gusta, le motiva, la siente, la quiere. Vaya dulce
coincidencia con la voz que me acompaña desde que era muy pequeña. A mí, me
sucede lo mismo.
Se cumplieron todas mis expectativas. Piel de gallina, emoción, lágrimas…todo
un cúmulo de sensaciones que acostumbro a vivir siempre cuando es Plácido
Domingo quien está en el escenario, pero aumentan cuando la zarzuela está de
por medio.
No importa que regrese y lo haga con 77 años, pues el mozo que lleva dentro
está siempre presente en el escenario. Lo que importa es que regresa y no se
marcha, que nos brinda aún tardes gloriosas y nos hace gozar minuto a minuto
con su voz, con ese timbre maravilloso que arranca sonrisas en la platea y que
responde a un color chocolate con leche irresistible que edulcora y embellece
todo lo que canta.
Esa vocalidad, a la que tanto partido saca cuando su voz se pasea con
descaro por la zona central y que provoca escalofríos a quien le escucha, se
mantiene intacta. Su poder de seducción, también. Basta una sola palabra, o una
frase, o simplemente un silencio para darse cuenta de que – y no descubro nada-
Plácido Domingo es para todos los mortales que le admiramos, un regalo del
cielo.
Sorprendió, a todos, el estado vocal de gracia con el que se presentó. El
sentimiento de incredulidad ante lo que estamos presenciando era unánime.
Muchos comentarios en los pasillos tipo… “De dónde saca la voz…”; “Pero…¿Cuántos
años dices qué tiene…?”; “¿77?... Es imposible”; “Cómo estoy disfrutando…”; “Está
genial de voz”; “Qué tarde…”
Cualquiera de ellos, menos el que referencia a la edad podría suscribirlo
yo misma, pero sin duda yo le añadiría el de que aún provoca en mi cuando le
escucho un cúmulo de sensaciones que jamás he dejado de sentir. Grande… muy
grande… Embruja con su cantar, con su sabiduría, con su saber estar, con su
gesto, con sus tablas, con su sonrisa, con su porte… Con su genialidad.
Y así podría continuar llenando hojas, y hojas…y más hojas…
Plácido Domingo, un jovencito que, hace muchos años, muchos, muchos… cuando
empezaba, cuando era aún un mozalbete casi salido del colegio tuvo que escuchar
en boca de un crítico mexicano el siguiente dislate: “Plácido Domingo no tiene
nada que hacer en un escenario de ópera”.
¡Qué vaticinio! ¡Qué gran visionario! Hay críticos que siempre dan en la
diana, ¿verdad?
Medio siglo después de esto, el gran Plácido Domingo sigue levantando
teatros. Matizo… sigue “aún” levantando teatros. Increíble, pero cierto. Lo de
ayer, es solo una pequeña gran muestra del camino que este artista fuera de
serie está aún recorriendo. Sin un alto y a un ritmo completamente frenético.
Aún, frenético.
No se entiende, no se puede comprender. Nadie, excepto él, sería capaz de
algo tan prodigioso. ¿Quién es pues este señor? ¿Alguien de otra galaxia? ¿Ha hecho
un pacto con el diablo? ¿A qué se debe el secreto de su longevidad? Quizás la
única respuesta que me viene en mente es la siguiente: No es un extraterrestre,
no ha pactado nada de nada. El secreto es que, simplemente, es Plácido Domingo.
El concierto
Cuando en un cartel aparece el nombre de Plácido Domingo, el resto de
compañeros que forman parte del elenco tienden a quedar un poco rezagados. No
es justo, pero, es así. Sin embargo, tanto ANA
MARÍA MARTINEZ, como AIRAM HERNÁNDEZ
estuvieron a la altura del
acontecimiento y también de Domingo.
El programa escogido no podía haber sido mejor, aunque demasiadas piezas
orquestales, a mi gusto. El director RAMÓN
TÉBAR condujo a la ORQUESTRA
SIMFÓNICA DEL GRAN TEATRE DEL LICEU, sabiendo acompañar, agilizar y esperar
a los intérpretes des del primer minuto en que las notas del famoso “Intermedio”
de “Las Bodas de Luis Alonso” del maestro Giménez inundaron la sala con un
compás ligero y flotante, que sugería un ambiente festivo. Prueba de ello fue
sin duda la conformidad del público con un estruendoso aplauso, que quedó en
segundo plano cuando la imponente figura de PLÁCIDO DOMINGO salió de bambalinas, con paso firme, y seguro, y se
aproximó al público.
El momento sin duda más esperado de la tarde. El instante que hacía un año
que estaba aguardando y allí por fin estaba, enfundado en un frac sin pajarita que
luce como nadie y que le daba ese toque de elegancia masculina a la que nos
tiene acostumbrados, y a la vez le
dotaba de una informalidad apacible y serena.
“Ya mis horas felices” de “La del soto del parral” de los maestros Soutullo
y Vert fue la primera de las piezas escogidas por Domingo. Solo una nota. Una
única nota salida de su garganta hacía ya presentir su excelente estado vocal
para deleite nuestro y en una romanza que borda. Su discurso con “tempo” justo,
su fraseo… extraordinario…Su pasión, desbordante. Su primera intervención, ya
arrancó los primeros bravos de la tarde. Intensos y viscerales.
ANA MARÍA MARTÍNEZ, entró haciendo gala de su bonita y extraordinaria voz.
Debutaba en el Liceu, y hacerlo al lado de Plácido Domingo, con el que tantas
veces ha cantado, sin duda, debió de ser algo especial, como especial fue su
brillante “María la O” de la zarzuela homónima del maestro Lecuona. Una romanza
de latidos y ritmo cubano, bella donde las haya, y que se ajusta como anillo al
dedo a su vocalidad.
Sorpresa la mía con el tenor tinerfeño AIRAM
HERNÁNDEZ, buena y bonita voz, pero sobretodo un fraseo con estilo propio e
intención. Quizás la menos brillante de sus intervenciones – aunque realmente
intachable- fue este “Te quiero morena” de la zarzuela “El trust de los tenorios”
y en la que pudo lucir menos todo lo que admiré de él durante el resto del
concierto.
Primer dueto de la tarde entre ANA
MARÍA MARTINEZ y PLÁCIDO DOMINGO. El
bonito y resalado “No cantes más la Africana” de “El dúo de la Africana” del
maestro Fernández Caballero.
Escuchar este sensacional dúo y en directo fue indescriptible. La pieza da
mucho juego vocal, pero también artístico. La cara de Plácido a cada una de las
intervenciones de Ana María era como para ver de cerca. Plácido, ducho siempre
en el arte de la interpretación, supo poner el punto justo de picardía en sus
ojos y en su cara, y vocalmente, un placer escucharle al igual que a Ana,
excelente compañera para Plácido como siempre.
Después del “Intermedio” de la “Goyescas” de Granados, era el turno de otro
de los grandes “hits” zarzueleros. Una pieza realmente popular entre los
amantes del género, que no era sin duda otra que la romanza de entrada de Juan
de “Los Gavilanes” del maestro Jacinto Guerrero: “Mi aldea”. Y de nuevo todo el
poderío vocal de PLÁCIDO DOMINGO
repitiendo el mismo efecto que con su intervención en solitario precedente.
Aquel torrente de voz se imponía ante un Liceu extasiado. Allí mandaba. ¡Y
cómo! Este tipo de romanzas son para él. Cuando entonó su “Pensando en ti noche
y día, aldea de mis amores, mi esperanza renacía, se aliviaban mis dolores…” hizo
gala una vez más de su maravillosa zona central, con un fraseo sin prisas, con
una vocalización perfecta, con un entusiasmo sobrecogedor y el público se vino
abajo otra vez. Y es que yo misma no podía creerme el milagro que estaba presenciando.
Un Plácido Domingo tan cómodo como extraordinario era lo que estábamos
disfrutando. Y lo que quedaba… Lo qué quedaba, aún…
Magnífico el “Intermedio” de “La leyenda del beso” de Soutullo y Vert que
dio paso al exigente dúo entre Iván y Amapola de la misma zarzuela, en las
voces de AIRAM HERNÁNDEZ y de ANA
MARÍA MARTÍNEZ.
En este momento es cuando el tenor hizo gala de un fraseo estudiado pero
efectivo. Vocalizando y matizando ciertas consonantes, sobretodo, y con
especial énfasis, las “t”. Prueba de ello sus “Te quiero”, sus “Te juro”. Esto
para mí dice mucho de alguien que no se limita simplemente a cantar, sino que
además, quiere imprimir un sello y estilo propio. La voz es bonita y agradable
al oído. De tenor. De tenor lírico por excelencia. Quizás puede pulir algunas
cosillas, como el su a veces afán de sacar volumen, pero, el material está. Para
Ana María, sin embargo, es un dúo que se escapa de su estilo. No por ello dejó
de estar excelentemente cantado, y suple con interpretación y gesto –siempre refinado
y elegante- la parte más visceral y desgarradora de este tan poco interpretado
dúo.
Y de nuevo el teatro se viste gala para despedir la primera parte con el
raído “No puede ser” de PLÁCIDO DOMINGO.
¿Qué sería un concierto de Domingo sin el “No puede ser”? Más baja de tono.
Adaptada a su tesitura baritonal, Plácido Domingo deleitó de nuevo al público
de Barcelona con una interpretación que llegó a nuestros corazones.
Moreno-Torroba como hilo conductor
Prácticamente toda la segunda parte estuvo dedicada a la obra del gran
Federico-Moreno Torroba y quizás con su zarzuela más universal, la maravillosa “Luisa
Fernanda”, obra que Plácido Domingo cantó de tenor cuando aún no era nadie, que
grabó en disco, en el papel de Javier Moreno cuando ya era popularmente
conocido, y que, muchos años después interpretó al labriego extremeño Vidal
Hernando, paseando nuestro género por escenarios como la Scala de Milán, la
Ópera de los Ángeles, y en España, en Madrid y Valencia.
La “Farruca” de “El sombrero de tres picos” de Manuel de Falla nos llevó a
la primera pieza de la “Luisa Fernanda”, el extraordinario dúo entre Luisa Fernanda,
en la voz de ANA MARÍA MARTÍNEZ y de
Vidal Hernando al que daba vida PLÁCIDO
DOMINGO.
Una gran declaración de intenciones envuelta en una música extraordinaria,
el “Yo es que la quiero…” al que Plácido-Vidal ponía voz fue extraordinaria, amplia,
sentida, abarcando y abrazando a todo el público reunido ayer por la tarde en
el coliseo de las Ramblas. Fue un momento impresionante. “Los hombres de mi
tierra, cuando quieren, no pierden la esperanza de triunfar...”, qué momento
tan inspirado y tan bien interpretado al lado de la dulce y elegante Luisa de
Ana María.
Y no nos movemos, de momento, de Madrid. AIRAM HERNÁNDEZ, en su papel de Javier Moreno nos dejó también,
quizás, su mejor momento con su “De este apacible rincón de Madrid”, también de
la Luisa. Destaco a parte del estilo, los silencios tan bien definidos que
daban a la interpretación una expresividad muy emotiva en una romanza que
parece simplona, pero que por el contrario, requiere de gran envergadura.
Y de la Luisa a “La marchera” también de Moreno-Torroba. En esta ocasión, ANA MARÍA MARTÍNEZ nos ofreció una de
las piezas que en un concierto de zarzuela en el que haya de por medio Plácido
y Ana María, nunca falla. Ésta no es otra que la famosa “Petenera” que Ana
borda con su sencillez, estilo y gracia.
“Luche la fe por el triunfo”, cerraba en la voz de PLÁCIDO DOMINGO el capítulo dedicado a la “Luisa Fernanda”. Una de
las dos grandes romanzas que Moreno-Torroba dejó escritas para el barítono. La otra
claro está es la romanza de “Los Vareadores”, que probablemente sea mucho más
popular, pero el “Luche…” es más emotiva, serena, permite lucir mucho mejor la
voz del intérprete con serenidad del hombre que ama y que teme y duda ser
correspondido. “Y el ideal de mí ambición…. Es que la quiero”… Y de nuevo
Plácido hizo me hizo poner la piel de gallina. Qué estilo… Qué voz…
Siguió el “Preludio” de “El niño judío” de Pablo de Luna en el que se pudo
reconocer en su música una de las romanzas más cantadas y famosas del
repertorio, en “De España vengo…” y Luna dio paso al maestro Penella y al
archiconocido dueto entre Soleá y Rafael, “Me llamabas Rafaelillo” de la ópera “El
gato montés”, y de nuevo con las voces de ANA
MARÍA MARTÍNEZ y AIRAM HERNÁNDEZ.
Cuándo a una le arrebata el “Qué graciosa es mi gitana, qué preciosa, que
bonita…” en la voz del más grande de los tenores, es prácticamente imposible no
tomarle como referencia, pero Airam Hernández salvó y con nota este exigente
dueto, al igual que Ana María, que lo ha cantado tantas y tantas veces al lado
del Maestro Domingo.
De Sevilla a Lloret como cierre oficial de la segunda parte, PLÁCIDO DOMINGO y AIRAM HERNÁNDEZ, nos ofrecieron el dúo de la ópera “Marina” de
Emilio Arrieta, “Se fue, se fue la ingrata”. Años ha, se lo había escuchado a
Plácido den el role de tenor. Ahora le disfrutaba en la parte de barítono, tan
o más interesante que la de tenor.
Savia nueva mezclada con savia vieja. Otro de los momentos de la tarde, uno
de tantos otros, porque lo mejor, lo más emocionante estaba a la vuelta de la
esquina. Lo deseaba, con fuerzas, lo quería con toda mi alma, y… llegó. Gracias
a Dios, llegó.
“Dígame usted lo que quiera, porque
yo lo escucho todo…”
Todos éramos conscientes de que la fiesta aún no había terminado. Lo sabía
Plácido, lo sabía Ana, lo sabía Airam, y el mundo entero.
Plácido siempre generoso en el capítulo de las propinas, un episodio que
empezó de la única forma que podía empezar, tocándome lo más fondo de mi
corazón. Cuando le escuché decir, “Vamos a cantar un dúo de “La del manojo de rosas”…
en aquel instante fue como si el Liceu estuviera congelado porque de mi boca
salió un “Déu meu em moriré” (Dios mío me moriré). Plácido, simpático donde los
haya miró hacia aquella vocecilla emocionada que, para mitigar el momento
estruendoso de la frase, se estaba tapando la boca, y me sonrió. Como también
lo hizo una violinista de la orquesta al ver mi reacción.
Ese momento soñaba… Hacía tanto, tanto tiempo que quería escucharle ese dúo,
y en directo, que la emoción me invadió, separando solamente unos segundos de
tiempo para que aconteciera el milagro. Mi abuelo, desde el cielo, me daba la
mano y un dulce beso en la mejilla. Con una mirada, nos entendimos. Eso es lo
que habíamos estado esperando, y Plácido y Ana María nos lo regalaron.
El dueto de “Hace tiempo que vengo al taller, y no sé a qué vengo” por fin
estaba sonando en el Liceu, y por fin en directo en la voz del más grande. La
emoción fue tremenda, los nervios a flor de piel mientras podía observar la
picarona cara de Domingo a cada una de las palabras que iba mordiendo. Sus ojos
brillantes, su sonrisa encantadora y su voz envolviendo por completo la sala
del Liceu.
“Cariño, como el que yo siento, no habido ni habrá en la vida”…qué placer,
qué goce escucharlo, qué arte. Qué genialidad…
Fue tan emocionante que no pude contener mi emoción y me levanté a
aplaudir, en solitario, el momento, el dúo, para dar las gracias, para trasmitir
todo lo que en tres o cuatro escasos minutos, nos acababa de brindar. Que me
acababa de brindar.
Siguieron los bises. AIRAM HERNÁNDEZ
con la romanza de Rafael “La roca fría del calvario” de la zarzuela “La
dolorosa” del maestro Serrano, donde de nuevo salió luciendo un fraseo pulido y
personal, aunque se quedó solamente en la primera estrofa. Y aquí, fue mi
abuela la que me dio la otra mano y besó mi otra mejilla al escuchar la
zarzuela preferida de su padre.
Siguió ANA MARÍA MARTÍNEZ con la
entrada de Cecilia de la zarzuela cubana “Cecilia Valdés” del maestro Gonzalo
Roig, la única pieza que desconocía de esta gran velada. Como siempre, Ana
María desplegó su arte y gracia, y con una voz bonita de origen, dejó al Liceu
bien sorprendido.
Faltaba aún otra de las piezas emblemáticas del gran DOMINGO. En la primera parte había sido “La tabernera del puerto”,
y “Maravilla” y la romanza “Amor vida de mi vida” de Federico Moreno Torroba
reclamaba, a gritos, su ejecución. Sentida, emocionada, llena de recuerdos y a
la vez de nuevas sensaciones. El Liceu delirando y de pie. Así finalizaban
estas más de dos horas que parecieron poco menos de dos segundos.
Reza esta última romanza… “Adiós, mi
bien, adiós”. Adiós, Maestro,
adiós, y hasta la próxima. Y, del brazo de una concertina, sin pompa y con sencillez, Plácido Domingo, junto con
el resto de intérpretes abandonaban el escenario del Liceu. Un Plácido al que
tres horas antes había podido disfrutar para mi sola unos segundos en la
entrada de artistas. Escuchar su voz, ver su figura, mirarle directamente a los
ojos.
Plácido Domingo, un titán, un grande entre los grandes. Un gran artista. Un
gran señor. El más grande. El mejor. Así se lo grité en su último saludo cuando
se dirigía ya de nuevo a bambalinas.
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