El primer Des Grieux de Robertissimo
Cuando Puccini puso el punto final en el pentagrama y transcribió la última
nota de “Manon Lescaut” era consciente, y así lo ha asentado el paso inexorable
del tiempo, de que acababa de terminar
una obra maestra. Extraordinaria y de una belleza y lirismo sin precedente. La
primera de muchas que se irían sucediendo a lo largo de su carrera.
Definir en palabras su “Manon Lescaut” es difícil porque la obra está
repleta de todo lo imaginable y por imaginar. Pero si tengo que calificar “Manon
Lescaut” en una palabra, sin embargo y contrariamente a lo anterior dicho, me
es muy fácil: esta palabra es “perfecta”. Así de sencillo. Así de claro.
No sobra ni una nota, ni un fragmento, ni una coma. Todo está mesurado con
noble inteligencia y talento. Tanto que, aunque no existiera su fascinadora
parte vocal, extraordinaria tanto para la voz de la soprano como para la del
tenor, la ópera sería igualmente válida y genial.
Puccini, predecesor de las bandas sonoras de las películas, absorbiendo al
extremo la idea del leitmotive wagneriano, hace de su tercera
ópera, su primer gran éxito.
El maestro de Luca es único creando sentimientos y recreando ambientes con
su adorable música.
En ella y por orden de cómo nos la presenta, se adivina la frescura y el
perfume de la juventud desenfadada, el cortejo fácil entre los jóvenes de la
época, el estallido primero del amor en un cuerpo que aún no lo ha
experimentado, la pasión, el temor, las formas sociales contenidas, la
decepción, las risas alegres, pero también las burlas, la frivolidad de un
ambiente dorado y frío, el deseo, la añoranza, la elegancia, de nuevo la
pasión, las confesiones, la rendición de los amantes, el descubrimiento de la
mentira, la ambición, el egoísmo, la tensión, la reflexión, el amor que se
encuentra en las caricias y en los besos sinceros.
Puccini además nos muestra el amor consumándose lentamente, el amor
consumado y vuelto a consumar una vez más, el clímax del más absoluto placer
carnal símil de un espectáculo de fuegos artificiales culminado con un
estallido de cohetes multicolor que se desmayan en el cielo, el oleaje de las
olas del mar que chocan contra la piedra del muelle, el desespero, la súplica,
el desfile de la vergüenza, el jugarse la vida a una única carta por amor, el
triunfo, la unión, la soledad, las rachas de viento del desierto que azotan los
cuerpos moribundos, el abrasador beso de la sed encima de los labios, el no
saber qué hacer, la vida como golpea a la gente, la confesión final, el amor
llevado al extremo de la necesidad, el hielo glacial de la sombra de la muerte,
los besos, y finalmente, el ocaso y la extenuación humana que sella la vida corta
vida de su protagonista.
Es como para quedarse sin aliento ante tanta perfección.
Sólo Puccini, mi querido Puccini, es capaz de condensar todo esto en dos
horas, y de hacerlo magistralmente.
Devoción
Sí. Lo confieso. Siento una especial devoción por esta ópera, una obra que
siempre que la escucho, y por mucho que lo haya hecho ya a lo largo de toda una
vida, jamás me cansa y siempre descubro en la orquesta, en las voces, en cada
palabra, en cada acento cosas nuevas, porque Puccini nunca deja de
sorprenderme.
Devoción por Puccini, como decía por un lado, pero la verdad es que esta
“Manon Lescaut” del MET neoyorquino también suscitaba para mí un especialísimo
interés: Jonas Kaufmann se había caído del cartel tras otra de sus muchas
cancelaciones, y asumía el role de Des Grieux otro de mis favoritos, el tenor
francés Roberto Alagna. Si hubiera estado el mes de febrero en Nueva York
hubiera agradecido y aplaudido el cambio. Desde el momento en que supe – porque
así lo había leído en algún medio de comunicación- que Alagna tenía que hacer
este personaje en el Liceu fue suficiente como para estimular – que dicho sea,
ya lo estaba- mi curiosidad para escucharle en este nuevo cometido que, tal
como decía en la entrevista que le realizó Deborah Voigt, había aprendido en
tan solo dos semanas.
Bravissimo Alagna, y gracias por hacerlo posible.
Otra “Manon Lescaut” moderna
Parece ser que a los directores de escena están faltos de ideas y ROBERT EYRE es uno más de ellos.
No entiendo este afán por trasladar la obra al año 1941, modificar el
vestuario y poner una y más dificultades a los cantantes obligándoles a cantar
tirados en el suelo subiendo y bajando escaleras y sobreactuando demasiado.
De todos modos, aunque como he dicho en muchas ocasiones no soy partidaria
ni defensora de este tipo de montajes. Para mí Manon tiene que ir con su peluca
y vestido abultado, aunque en esta ocasión tiene al menos la decencia de que la
puesta en escena no molesta con detalles de excesiva connotación sexual gratuita
– como se ha apreciado en otras producciones- lo que permite no desorientar al
espectador ni distraerlo innecesariamente y deja que se concentre en la música.
Quizás el cuarto acto, tan exigente y extenuante a nivel vocal es donde los
intérpretes sufren más, sin apenas poder moverse y recostados en unos escalones
– que están presentes en toda la producción – y en esta ocasión colocados en
forma de “V” que dificultan su propia comodidad y movimiento.
El vestuario es bonito y acorde, más o menos, con la época a la que se
traspone la acción y permite lucir y dejar ver la extraordinaria y esbelta figura
de la soprano letona Kristine Opolais y de un Roberto Alagna, maduro, cuyo
ropaje le sienta como anillo al dedo y que aún aguanta y bien los primeros planos
que la cámara le brinda.
La orquesta del MET bajo la batuta de FABIO
LUISI es adecuada y de calidad. Quizás para un director de su talla se
esperaba algo más, más pasión, más nervio, más pulso que es lo que requiere
esta maravillosa obra de Puccini. Imprimió un buen “Intermezzo” que hubiera
preferido escuchar a telón tirado en lugar de que me mostraran a Alagna, y no
porque me moleste ver a Alagna no, al contrario, que es un placer para mí, sino
porque ese intermedio es tan absolutamente genial y descriptivo que no hace
falta ver nada para ver, valga la redundancia- lo que Puccini nos está
explicando.
“Física” adecuada y suficiente aunque
con poca química
Desgraciadamente la cosa fue así. Y no se entiende. Dos cantantes
relativamente jóvenes y los dos con figuras extraordinarias, que se mueven
bien, que cantan bien, y que actúan bien.
Dos personajes, Manon y Des Grieux a quien se supone enamorados. Y sin embargo
la chispa de los amantes brilla por su exagerada ausencia, y es una lástima,
puesto que ambos en sus respectivos papeles son creíbles.
KRISTINE OPOLAIS que parece que esté abonada al role de Manon es una
creíble Manon. Es guapa, tiene una figura extraordinaria que llena el escenario
de belleza y de sensualidad, pero sin embargo su interpretación vocal tiene sus
peros.
Tiene una voz interesante, pero no sabe que son los pianos ni los ha
frecuentado en su vida. Tampoco conoce el canto apasionado, ni el lirismo.
Llega a las notas aunque en la zona alta se descentra musicalmente un poco
rozando el grito. No me convence.
Quizás su semblante ya da la sensación de entrada de frialdad y ésta no
consigue superarla en ningún momento a lo largo de la obra, ni en su dos arias
“In quelle trine morbide” ni en su “Sola, perduta, abandonatta” en el segundo y
cuarto actos, respectivamente. Pero tampoco lo solventa en el apasionado dúo de
amor con Alagna en el segundo acto. Esto, añadido a la poca química artística
entre ambos, hace de su Manon una interpretación mucho más mejorable, sobre
todo a nivel vocal, que encarrila por este camino en el cuarto acto. Tarde ya.
Una lástima.
Con un buen tipo no es suficiente para Manon Lescaut.
Con ROBERTO ALAGNA sin embargo,
y a pesar de que pasa más de uno y dos apuros a lo largo de la obra, la cosa
cobra otro sentido.
Interpreta, intenta que la poca química que hay entre ellos funcione. Lo
intenta en el primero, y en el segundo. Insiste también en el tercero y en el
cuarto, pero… Pero cuando por una de las partes no hay predisposición poco
puede hacer el tenor para que aquello funcione químicamente hablando.
“Físicamente” la cosa va viento en popa.
Alagna afronta el Des Grieux con 52 años, una edad quizás algo tardía pero
en plena madurez y en la que el instrumento del tenor francés, si bien sigue
siendo uno de los más bellos de la actualidad, ha perdido un poco su brillo y
frescura de antaño. Ello no le impide sin embargo sortear una partitura que a
priori viene grande a su voz de tenor lírico. Pero su fraseo, su dicción, su
pasión, su gusto innato en el canto y esas ganas que siempre pone cuando sale
al escenario – y teniendo en cuenta la premura del estudio de la obra- le hacen
merecedor de una gran lluvia de aplausos y una “standing ovation” por una gran
parte de la platea neoyorquina.
Roberto Alagna luce y pasea aún su gran voz por el escenario y pone toda la
carne en el asador. Se la juega a cada nota y a cada compás. Más justo quizás,
a mi modo de ver, en el primer y segundo actos. En cambio extraordinario en el
tercero y sobretodo en el cuarto. Precisamente en este último es donde le he
encontrado más relajado después de un tercero comprometedor y de un “Guardate,
pazzo son guardate” bien ejecutado pero al extremo.
Alagna es un extraordinario cantante y un actor muy creíble en el
escenario. Y su Des Grieux, cuando haya podido madurarlo y estudiarlo con el
debido tiempo, nos deleitará más aún.
Bravo Robertissimo.
No acabó de convencerme en el papel de Lescaut MASSIMO CAVALETTI una voz para nada atractiva y siempre al extremo,
en cambio el Geronte de BRINDLEY SHERRAT
es irreprochable a nivel vocal.
Si no fuera por…
En conclusión una función que no pasará a la historia por ser una de las
mejores Manon Lescaut que haya podido escuchar en mi vida, pero es de un alto
grado aceptable, donde la presencia y la voz de Roberto Alagna me invitan,
tentadoramente, a repetirla de nuevo.
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