Una Traviata para olvidar sino fuera por papá...




La Traviata es una ópera que ha sido muy especial en mí vida.


Siempre me es grato volver a la música burbujeante y chispeante, lírica y sentimental, alegre y anunciadora de la muerte, desbordante de pasión y de razón, pero también triste y melancólica que salió de la mente de Verdi e imprimió encima del pentagrama.

Cuando una piensa en esta ópera no puede dejar de asociarla a los grandes salones repletos de elegancia, a un cuidadoso y esmerado vestuario, y a una escenografía que arrope en consonancia la trama que se narra en esta historia. La historia de una prostituta de lujo que por amor se sacrifica. Y que se sacrifica porque ama. Y porque además, es amada. Vaya, una prostituta con suerte aparente.

Sí. Se puede concebir una Traviata fuera de su época, pero tiene que hacerse con mucho cuidado, pues el entorno y las restrictivas condiciones sociales que la envuelven, exhortan a tener en cuenta el máximo de detalles, y si se patina un poco, se corre el peligro de que el director de escena y la obra entera se dé de bruces contra el suelo.

Y esto es lo que sucede con la escenografía que propone JEAN-FRANÇOIS SIVADIER para la ópera de Viena y que fue retransmitida en “streaming” el pasado día 24 de mayo.

Cuatro elementos decorativos que se basaban en sillas, telas que subían y bajaban, una cama improvisada en el suelo, y nada más. Una escena pobre de espíritu, vacía, oscura y nada sugerente que no ayudaban para nada a ambientar la obra. No molestaba mucho, y se agradece, pero tampoco inspiraba nada de nada. Bueno, algo sí que inspiraba, o me ha inspirado: hastío.

Ni en el primero, ni en el segundo (en ninguna de sus dos escenas) ni en el tercero. Nada. Nada invitaba a hacer agradable una de las óperas más reconocidas, más escuchadas y más representadas en todo el mundo. Eso “no es una Traviata”, es una auténtica estafa que, al cabo de media hora acaba distrayendo impidiendo que el público pueda concentrarse en lo realmente importante: la música de Verdi y en las voces de los intérpretes.



¿Y qué decíamos que era lo importante?

Ah, sí, pues claro. La música, ¿no?

Parece mentira que se lleven producciones tan nefastas a óperas de tanta solera como la Staatsoper de Viena, pero precisamente esta plaza se ha caracterizado por la modernidad de las producciones en los últimos años. Me atrevería a decir, desde hace más de 10 años. Sigue sin gustarme la cosa. Prefiero lo clásico, de todas, todas. Lo tradicional. Lo que no me distrae y me deja concentrar en las voces. Pero, francamente, oído lo oído, concentrarme en las dos voces principales (Violeta-Alfredo) ha supuesto para mí un arduo trabajo y un esfuerzo sobrehumano y de imposible cometido.

La orquesta de la Staatsoper de Viena a cargo de MARCO ARMILIATO no ha dejado ningún momento para recordar. Una dirección bastante discreta que no pasará a la historia.

Pero las voces… ¡qué decir de las voces!...





La Violeta de MARINA REBEKA tiene una voz interesante, bien timbrada, y marcando muy bien y sorteando sin dificultad la coloratura de su aria en el primer acto, “È strano…”, sin embargo le cuesta de mantener el ritmo y la altura al lado de su Alfredo, pobre donde los haya.

Pero no solamente es cuestión de ritmo, sino también de química. ¿No se supone que ambos están enamorados? ¡¡Pero si no se miran ni a la cara!!

Solventó la parte artística en su gran escena con Germont padre, y es que al lado de Plácido Domingo -que actúa siempre- o intentas ponerte a su altura, o bien, acabas haciendo el ridículo, y ella, sabiamente se inclinó por la primera opción.





He escuchado muchos Alfredos en mí vida, unos muy buenos, otros no tan buenos, otros que lo hacían muy dignamente y otros que le han puesto muchas ganas, pero, el Alfredo de DMYTRO POPOV los supera a todos por lo nefasto de su interpretación. No sabría cómo definir una voz que me da la sensación que se queda incrustada en la garganta y sin proyección.

Una voz oscura, de fraseo inexistente. La intención en cada palabra articulada brillaba por su ausencia, y escénicamente cero por ciento creíble. Yo no sé si siempre canta así, si ello es connatural en forma de transmitir o intentar transmitir, pero, en mi opinión no es una voz para cantar en la Staatsoper. Su instrumento, pobre, no es digno de tal honor para un teatro de tanta categoría.



Un nuevo “papá” Germont

Y para mí radicaba aquí el elemento principal por el cual, confieso, he llegado hasta el final de esta función, y no es ni más ni menos que la interpretación de PLÁCIDO DOMINGO en el papel de Giorgio Germont.

Allí sí salió la elegancia de un fraseo y de una voz aún bonita aunque ahora nos cante de barítono y haciendo trampas vocales en más de una ocasión. ¿Y qué?



Escuchar a Domingo, ahora, es disfrutar de lo que nos puede ofrecer en la actualidad sin pensar en lo que fue ni en lo que ha sido. Tenemos que cogerle ahora por lo que es y por lo que aún nos pueda emocionar. Y si aún consigue este efecto es que -como decía en mí anterior crónica del “Simon Boccanegra” que le escuché hace un mes y medio en Barcelona- es debido al poder que tienen los que son poderosos. O los que han sido poderosos, vamos a ser justos en la terminología empleada. Estamos hablando de una leyenda de la ópera. De un Maestro. Por tanto, que cada uno aproveche lo que quiera o lo que le venga en gana aprovechar.


Un protagonista inesperado


Este fue ni más ni menos que el apuntador ya que desde su concha salía de todo: ramos de flores, la chaqueta blanca de Alfredo… Un detalle que me pareció fuera de contexto porque no sé qué significado tiene en la producción, pero gracioso a la vez.

El “Sr. Tribó de turno vienés” estuvo muy atareado a lo largo de la función. Y lo llamo así, cariñosamente, porque no puedo dejar de asociar a la importante figura del apuntador en una ópera sin que me venga en mente a nuestro Maestro Jaume Tribó, de quien estoy segura no molestará que me haya tomado esta pequeña licencia.

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