La Traviata en el MET, 30-3-13: Y los sueños, sueños son. Pero también se cumplen.


Calderón de la Barca dijo que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”, pero lo que no acertó a especificar es que los sueños también se cumplen.

 


 
Hasta que no sentí el tacto de las entradas en mis manos no pude creerme realmente que casi había hecho realidad uno de mis sueños operísticos, que era ni más ni menos que escuchar a Plácido Domingo en el MET.
 
Y digo casi porque con tres días por delante y a pesar de estar ya en Nueva York podía aún pasar de todo. Pero no, una vez más el destino fue bueno y todo funcionó a la perfección, sin imprevistos y mejor de lo que hubiera soñado.
 
Es muy difícil de describir con palabras lo que sentí cuando me encontré ante la impresionante fachada del MET decorada con gigantescos posters de la producción del nuevo Anillo de Wagner.

 
 
 
Ver aquella imponente plaza en la cual se erige ese teatro flanqueado de edificios es algo que jamás voy a olvidar en la vida. Mis ojos se llenaron de lágrimas: estaba en Nueva York ante el teatro de mis sueños, aquel teatro con el que de niña había soñado en asistir, aquel teatro desde el cual había escuchado mí primera retransmisión operística por la radio, aquel teatro con el cual había suspirado noche tras noche y de repente, como en el mejor de los cuentos, allí estaba. Faltaban tres días para el gran día, el día en que escuchara en él a la voz con la que he crecido, la voz que me ha alimentado de música a lo largo de casi 23 años, la voz, cuyo poder ha hecho que cruzara el Atlántico en un viaje maratoniano.
 
¿Si ha valido la pena? Sobraría la pregunta. Haría gustosa otra vez el viaje para poder vivir lo que viví y sentí el sábado por la tarde cuando después de un acto y una pausa de unos 20 minutos, pude por fin escuchar retumbando en la sala del MET la voz de tenor que tanto quiero, la voz bellísima de Plácido Domingo y su expresión en estado puro.

Escuchar a Plácido Domingo en el MET es realmente una maravilla. En realidad lo es en cualquier ocasión, pero ello aumenta cuando más especial es para una la función.
 
¿Y quién ha dicho qué debería retirarse?

No sé como se pudo apreciar por la retransmisión radiofónica pero en directo y en vivo no creo que tenga nada que ver, porque el poderío de su voz inundó la sala. Pero prefiero reservar mis comentarios para cuando hable de la parte musical.

 
Nervios

Mi cuerpo temblaba y aún faltaban dos horas para la función. Los pendientes y el maquillaje se me caían de las manos sin atinar a lo que estaba haciendo. ¿Cómo podía saber lo que hacía a tan solo dos horas de cumplir mi sueño?
 
Cuando lentamente nos acercábamos al teatro, los nervios iban creciendo. Ya faltaba menos para el momento. Todo fue taquicárdico. Tic-tac, tic-tac, tic-tac… el reloj, mi reloj de pulsera no corría, los minutos se hacían eternos.
 
Cuando por fin pisé de nuevo la plaza en la que se ubica el MET me di cuenta de lo poco que faltaba para el gran momento. Cruzamos las arcadas y nos adentramos en el vestíbulo repleto de gente que había acudido con el mismo objetivo que yo, aunque dudo mucho que ninguna de ellas sintiera lo que yo en aquel día.
Aún tuvimos que esperar unos minutos más para penetrar en la sala. Con dos localidades de ensueño, lo único en lo que podía pensar – o intentar pensar – en aquellos momentos era en Plácido Domingo y en cómo le vería y escucharía desde mi sitio. ¿Tendría que adivinar su cara o bien podría apreciarla bien?
 
Pues la respuesta es que pude apreciarlo, no bien, muy bien. Por suerte, debido a la producción que se representaba el escenario estaba bastante avanzado, lo que permitió ver bien la cara de los intérpretes.
 
A los cinco minutos de aguardar en el vestíbulo nos dieron acceso a la sala.
 
 
 
 

 

El escenario casi desnudo, sin el telón tirado. Sólo el inmenso reloj y el personaje del Dr. Grenvil, inmóvil a su lado, desvelaban parte de la escenografía del primer acto que ya conocía.
 
Paso a paso. Con mis entradas en la mano, mi tesoro más preciado en aquellos momentos, avanzamos recto y por fin, entramos en la platea del MET. Sus butacas de terciopelo rojo iban llenándose lentamente. Las luces y arañas iluminaban la espectacular sala.
 
Y cada vez el reloj andaba más despacio. Un minuto, dos minutos, tres minutos… y aún faltaba más de un cuarto de hora para empezar, así que teníamos que matar el tiempo y el nerviosismo con algo.
Saqué la cámara de fotos y empecé a retratar la sala, los pisos, el escenario… quizás probablemente jamás volveré a estar en él, y no quería perder ningún detalle del MET, cada minuto, cada segundo que pasaba era consciente de que jamás lo volvería a vivir de aquella manera como se viven por primera vez las cosas.
Y qué curioso… cuando empezó la obra todo fue tan veloz que sin darme cuenta estaba ya poniéndome el abrigo. Todo había acabado.
 
 
La producción de Willy Decker

 
Por todo el mundo conocida, porque de ello se encargaron Anna Netrebko y Rolando Villazón en el Festival de Salzburg en 2005, la producción de Decker había enterrado hace tres temporadas la pomposa y cargada escenografía de Franco Zeffirelli.
 
Los que me conocen saben que soy de producciones clásicas, de vestuario acorde con la época y de óperas de las cuales no necesito que vengan a explicarme qué es lo que el director de escena ha entendido (si es que ha entendido algo) porque de entrada ya sé cuál es la trama y si, caso que no lo sepa, ya me he preocupado de preparármela antes.
 
No estoy en contra de la modernización y de las nuevas ideas siempre y cuando tengan sentido común. Es más, en estas ocasiones me gusta descubrir la simbología que encierra el montaje, sin que ello llegue al punto de que todo acabe distrayéndome la música. Eso es algo que realizo en una reflexión posterior.
 
¡Qué le vamos a hacer!. Se agradecen nuevos detalles, fuego nuevo en la escena, pero respetando siempre al compositor, al libretista, a los intérpretes, y por supuesto al público que no tiene nada de tonto.
 
Cuando supe que la puesta en escena para esta Traviata era “la del reloj”, francamente se me cayó el alma al suelo.
Siempre había soñado que mí primer MET con Plácido sería con una producción clásica. Pero no pudo ser.
 
Ya había visto el montaje salzburgués y no me había gustado nada, aunque reconozco que hay detalles escenográficos y sobretodo simbólicos que son absolutamente geniales y dicen mucho más que una puesta en escena clásica que se limita a recrear la época en la que trascurre la acción.
 
El acecho de la muerte a Violeta por parte del personaje del Dr. Grenvil, el reloj cubierto con tela de flores, el vestido rojo de Violeta en el perchero y la simbología de los colores rojo, negro y blanco me parecen geniales tal y como me lo parecieron cuando vi la producción en casa en DVD.
 
Pero de aquí a que me guste lo que vi hay mucha distancia. Debo, pero, hacer una confesión y es que en directo, al estar más concentrada que en casa vi la escena de una forma diferente y no me pareció ni tan horrorosa ni tan escandalosa.
No recordaba gran parte del montaje y también se me habían escapado algunos detalles simbólicos que recuperé el sábado.
 
Al final, sin ser ni de lejos una Traviata por la cual suspiraría escenográficamente hablando, el sábado no me pareció tan despreciable, porque me concentré en la voz de Plácido, y su timbre todo lo dulcificó. Escenografía incluida.
 
Poco más puedo decir de un montaje que todo el mundo conoce y al que muchos aman y al que otros detestamos, pero sí me gustaría hacer hincapié en dos detalles: el primero, cuando Violeta estalla de rabia siempre lo hace contra el reloj y contra el Dr. Grenvil que no hace sino que recordarle que la muerte la acecha y que el tiempo se le acaba.
Por otro lado, cuando la muerte – Dr. Grenvil – se apodera de ella y la circunda sin que haya marcha atrás. El Dr. Grenvil obliga a retroceder con una fuerza espantosa a los invitados a la fiesta de Flora.
Todo ha acabado. Ha llegado la hora de Violeta. La hora que desde el principio del primer acto, y desde antes de que empiecen los primeros acordes de la música, ya domina por completo la escena. Antes de empezar la historia ya sabemos como acabará: la guadaña vencerá una vez más a la voluntad y pasión humanas. Y eso Willy Decker nos lo dice ya sencillamente en el momento de entrar en la sala.
 
 
Musicalmente hablando
 
La dirección de YANNICK NÉZET-SEGUIN no pasará a la historia por conducir la mejor versión de “La Traviata” que haya escuchado en mí vida, sin embargo su entrega y pasión fueron notorias a lo largo de toda la ópera, respirando con los cantantes y señalando siempre todas y cada una de las entradas.
 
Muy acertado el preludio inicial, de hecho oír en el MET los primeros compases de esta ópera es tan impresionante que me hizo poner la carne de gallina. Me invadió una sensación especial que jamás olvidaré. Lo mismo que me ocurrió cuando asistí por primera vez al Liceu.
La orquesta tuvo un buen balance sonoro ya que en ningún momento el volumen de la misma ahogó a los intérpretes, en un teatro donde la acústica es asombrosa, debido a la cual se escucha incluso el más mínimo suspiro de los que están en el escenario.
No había escuchado nunca en directo a la soprano alemana DIANA DAMRAU pero sí, ocasionalmente en la radio.
Su voz no me gustó entonces, y no me gustó tampoco en directo y menos para el papel de Violeta, en la que pensaba que al menos, en el primer acto, las coloraturas serían mucho más ágiles.
No me dio esa impresión.
 
Un timbre metálico para nada atractivo, que creo que ha ganado en cuerpo y espesor en los últimos años, no le pegan para nada al personaje de Verdi. Sin embargo salva el papel sobretodo por las partes más dramáticas que tienen lugar en el tercer acto de la obra, donde puede desplegar sus medios más expresivos.
Tiene que rodar aún mucho el personaje aunque y quizás así, algún día pueda verla como una gran Violeta.
 
Si a nivel vocal no me convenció, artísticamente encarnó una buena y ágil Violeta que sin embargo no consiguió encender la chispa entre ella y el tenor. Una representación, en este sentido, bastante fría.
 
 
 

 
SAIMIR PIRGU encarnó a Alfredo Germont, el tenor. Uno de los tenores de la tarde.
Cantaba el papel en el que escuché por primera vez a Plácido Domingo y esperar encontrar en su voz la voz de Domingo era una empresa nada fácil y de entrada realmente injusta por mi parte al exigir tanta excelsitud.
 
La voz de Domingo ha sido y es única, y sé que las comparaciones son odiosas, pero era casi inevitable no pensar en su voz cada vez que Pirgu salía al escenario.
 
Gustos a parte, Pirgu no me gustó cantando el Alfredo. Una voz impersonal y no siempre con la afinación adecuada, intentaba rozar un punto de dramatismo que le sobra a Germont hijo. Su voz siempre quedó por debajo de Damrau y de Domingo.
 
A nivel artístico ocurrió tres cuartos de lo mismo que con Damrau. Se movió, actuó, pero nunca se alcanzó un grado elevado de química entre los dos protagonistas.
 
 
El más esperado de la tarde: Plácido Domingo cantando Germont padre
 
Había dos tenores en el escenario, pero tan solo uno de ellos sobresalía. No hace falta que diga cómo se llama ese intérprete.



 

Y sí, hablo de tenor porque Plácido Domingo conserva su timbre de tenor aunque cante roles baritonales. Creo que él mismo tiene lo tiene claro, y yo también. Su voz en el centro continúa presentando ese color chocolate que tanto me gusta, quizás desgastado por el paso de los años, pero continúa estando allí y alzando al público de los teatros que aplauden a una leyenda viva de la ópera.
 
Desde que Domingo empezó a incorporar roles de barítono en su repertorio y desde que decidió dejarse el pelo y la barba blancas, yo siempre había dicho que algún día tendría que cantar el papel del Germont padre, porque evidentemente daría a la perfección el físico de padre, pero también porque es un gran papel de barítono con pasajes bellísimos en los cuales, más que compromiso vocal o notas extremadamente difíciles se tiene que saber cantar y expresar. Y en la expresión Plácido Domingo es un maestro. Y así lo ha demostrado durante todos estos años y así lo hizo patente el sábado en el MET una vez más.
Repito que no sé como pudo apreciarse su voz a través de la retransmisión radiofónica, pero en directo fue apabullante. ¡Cómo sonaba su voz!.
 
Tuvo que trascurrir tres cuartos de hora desde el inicio de la función para presenciar la entrada de Domingo, pero el miedo me invadió cuando el señor Peter Gelb salió al escenario, micrófono en mano.
En aquel momento sólo pudo salir de mí garganta un “ai Déu meu que no cantarà” y sentí, en fracciones de segundo que todo mi sueño se desmoronaba a mí alrededor.
 
Pero no, Plácido cantaría, aunque estaba aquejado de una alergia. Se nos había advertido para que lo tuviéramos en cuenta ante cualquier cosa que pudiera ocurrir encima del escenario.
 
¿Alergia? ¿Quién dijo alergia?
 
Plácido entró con autoridad y en el mismo momento de pisar el escenario, el público del MET no escatimó en unos cariñosos y arrebatadores aplausos. Domingo aún no había cantado pero el publico neoyorquino ya le rendía tributo, tal y como ha ido sucediendo en los últimos años en que ha aparecido sobre estas tablas y tal y como se ha hecho siempre con los intérpretes predilectos de la casa.
 
Qué emoción sentí en aquel momento aplaudiendo a mí ídolo, a la voz que me hizo descubrir y amar la ópera. Sentí de nuevo en ese momento mí cariño hacia él, cariño que compartía con más de 4.000 personas más. Los primeros bravos de la tarde, las primeras lágrimas de la tarde que me costaron de contener y los primeros sentimientos afloraron a lo largo de esos segundos.
 
Como decía su entrada fue con autoridad y firmeza. Me encontré con un Plácido Domingo en un estado vocal muy bueno como hacía tiempo no había escuchado. La voz denota el paso de los años y si bien ella ha perdido aquel brillo de antaño, la expresión, explotada al máximo y llevada con una gran inteligencia se ha convertido en estos últimos años en su aliado principal.
 
En su interpretación no aprecié ni rasgo de la alergia anunciada, es más, comparativamente con la función de estreno, se presentó ante nuestros oídos, ante “mis oídos”, un Plácido realmente impresionante. Con genio, con poderío, con una voz bien asentada. Un Plácido Domingo de 72 años cantando con la ilusión, maestría y corazón de 50.
 
Su personaje evoluciona psicológicamente también a lo largo de la representación, y esto lo marca muy bien en la primera parte del dueto del segundo acto con Violeta, en el final del mismo, y en su “Di Provenza” y posterior cabaletta con el tenor.

 
 
 
 

Domingo empieza casi desafiante con Violeta, con una voz recia que imprime un carácter autoritario sin pizca de respeto por ella, avasallando y con un volumen alto, muy alto, al dirigirse a la joven.
 
Continua así hasta que descubre que Violeta ama de verdad, al igual que Alfredo, y a pesar de que no baja la guardia en ningún momento, cuando se da cuenta de la situación, sin dejar de lado su carácter, siente aprecio por ella, y empieza a cantar de una forma más suave, como si estuviera dirigiéndose a su propia hija, a aquella por la cual se encuentra frente a Violeta para asegurar su porvenir y felicidad.
 
Este cambio de carácter se hace aún más notorio cuando intenta hacer razonar a su hijo Alfredo, porque Plácido ha entendido que tiene 72 años. Él también es padre y sabe que no puede enfocar su Germont como un padre de 40 años lleno de fuerza y ardor, sino que debe convencer a su hijo con buenas palabras, haciéndolo razonar, abriéndole los ojos y poniendo todas las cartas encima de la mesa.
 
Domingo también ha entendido que un hombre cansado, un hombre mayor que va en busca de un hijo ciego de amor no puede o no debe imponer, sino pedir. Y ello se nota cuando canta su “Di Provenza”.
 
La autoridad paterna se suaviza, aunque no por ello deja de ser efectiva y dura. Las palabras tienen más poder que los gestos, a pesar de que Alfredo se lleve un buen bofetón (que me sobra en la versión y me distorsiona el enfoque que creo que Domingo quiere dar al personaje).
 
Y es precisamente en la forma de cantar su “Di Provenza”, pausada y sin prisa, tomando aire cuando lo necesita (¿y qué?), cuando consigue su nivel máximo de expresión.
Siempre me ha gustado más, personalmente, la cabaletta que el aria, aunque desde hace unos años he descubierto los matices que un cantante que sepa expresar, y expresar bien, puede desplegar en el momento del “Di Provenza”.
 
Esta aria era sin duda la más esperada y gracias a la generosidad de la gente que comparte las grabaciones en Youtube pude apreciar, antes de la función, cómo Plácido enfocaba el aria y la cabaletta. Y me gusta porque su “Di Provenza” y sobretodo su cabaletta son diferentes de otras versiones.
 
Leí una vez unas palabras que suscribía Teresa Berganza en las que decía que el silencio también era música. Cuanta razón tenía la mezzosoprano, porque la pausa que hace Plácido Domingo antes de atacar “Un padre ed una suora” es para quitarse el sombrero a nivel expresivo.
 
Bravo Plácido.
 
Se aplaudió fervorosamente la primera mitad de su dúo con Violeta así como el final del mismo, y se braveó su “Di Provenza”y su cabaletta.
 
Decía antes que la acústica del MET es extraordinaria, y así lo comprobé cuando Plácido susurra unos “ferma” a su hijo cuando este descubre que Violeta lo ha abandonado para asistir a la fiesta de Flora con el barón.
 
El segundo acto y el tercero se ofrecieron sin entreacto y ayudó a no romper el dramatismo de la ópera, pero también contribuyó a hacerla más corta.
 
Reloj no marques las horas
 
Así dice el viejo bolero… pero el tiempo implacable no se detuvo y pasaron los minutos y las horas como si se tratara de un abrir y cerrar de ojos.
Sin darme cuenta ya estábamos en el concertante del tercer acto en el cual la voz de Plácido Domingo volvió a sobresalir por encima de todas. Su voz de tenor ahora disfrazada de tonos baritonales llegaba nítida a mis oídos.
 
A contrareloj la muerte acechaba a Violeta y se abalanzaba sobre nosotros el triste final, casi tres horas después desde que el maestro Nezet-Seguin alzara la batuta se escucharon los últimos compases de la obra.
 
Alguna gente de la platea del MET se había levantado ya para aplaudir y yo hice lo propio cuando el gran Plácido Domingo apareció en el escenario. Mis bravos fueron fuertes y altos (quizás por esto ahora mismo tenga la garganta como la tengo) pero da igual, la actuación de Plácido Domingo bien se lo valía.
 
Una y otra vez aplaudiendo aunque no vi en el teatro el entusiasmo con el que yo, personalmente, había vivido esa representación.
 
Un par o tres de avanzadas en el escenario y cayó el telón, inexorable. No volvió a alzarse y aquello significaba que todo había pasado. Volvíamos a la realidad y quizás nunca más tendría la oportunidad de vivir una tarde como aquella, al menos no con Plácido.
 
¿Y qué espero?
 
Pues que Dios de mucha salud a Plácido Domingo para que podamos disfrutarlo aún unos años más, mientras él se sienta con fuerzas para seguir.
 
Ante la pregunta de si debería retirarse… pues sus detractores hace años que lo retiraron cuando se aventuró en cantar el “Otello” verdiano. Hace más de 20 años que llevo oyendo que debería retirarse.
Cuando fue sometido a la operación de cáncer de colon en 2010 ya lo retiraron de nuevo, pero Plácido demostró que no, que él aún sigue allí siendo el terror de todos los tenores en activo.
 
Su voz actual es verdad que es una sombra de la que fue. Sí, estoy de acuerdo con ello y desde aquí lo afirmo sin tapujos y con pena. Cuando escuchas grabaciones de noches en la que estuvo en estado vocal de gracia te das cuenta de ello, pero yo sigo admirando y queriendo su voz, aquella voz que hace ponerme la carne de gallina cuando abre la boca. Cantando de tenor o de barítono. ¡Qué más me da si yo disfruto con ella…!
No voy a entrar en detalles técnico, puesto que no sé de ellos, pero mientras su voz siga provocando en mí esta reacción tengo suficiente. Plácido me llegaba ayer, y sigue llegándome hoy.
 
Plácido además es un artista inteligente y tiene muchas tablas y horas de escenario. Siempre se lleva el gato al agua. Siempre gana porque de una manera u otra su entrega y pasión no decepciona a aquellos que, como yo, le admiramos. Es un milagro su estado de voz como milagrosa es su vocalidad y que, después de cantar lo incantable, siga en tan buen estado.
 
Gracias Maestro. Gracias por su arte.
 
Y así, fue como en un espacio tan reducido de tiempo el tenor dejó de ser Germont padre para convertirse de nuevo en Plácido Domingo. En nuestros oídos quedaba aún el eco de su voz. En nuestra retina su interpretación. Y en nuestros corazones todo el cariño al artista.
 
Bye-Bye, MET. Adiós Maestro. Hasta otra ocasión… Esperamos.

Comentarios

Florestán ha dicho que…
Emocionante entrada.
Gracias por hacernos sentir, esa pasión que viviste.
Un beso
Teresa Roca ha dicho que…
De nada Florestán.
Grácias a ti por leerla.
maria luisa ha dicho que…
Me alegro mucho de que disfrutaras tanto, con Traviata y el Met ya tenías mucho ganado. Ir al Met es un recuerdo imborrable para toda la vida
Teresa Roca ha dicho que…
Gracias Marisa.

Sé que compartes las mismas emociones que yo.

Un beso.
Tosca ha dicho que…
Bravo, bravo y bravo!

Uno por Plácido, otro por que hayas podido cumplir tu sueño y otro por haber sabido transmitírnoslo como lo has hecho.

Un beso.

Teresa Roca ha dicho que…
:)

Gracias Tosca.

Sabes muy bien lo que ha significado para mí.

Un beso.

Entradas populares