Sansón y Dalila en el MET: un estallido de luz y color
“Sansón y Dalila” es sin
lugar a dudas una de las óperas más grandes del repertorio francés. Una magna
obra donde lo bíblico y lo místico se mezclan con lo carnal y terrenal. Es una
de aquellas óperas en las que, una vez más, se muestran las debilidades de los
seres humanos. Somos débiles con nuestros deseos carnales. Y débiles somos para
con nuestras aspiraciones económicas y de poder. No hay prejuicios, ni para
unos ni para otros.
Hombre y mujer sucumben ante
sus pasiones. Incluso ante aquellas que llevan más ocultas dentro de sus
corazones. El héroe vencido por el deseo. La heroína, por la riqueza y por la
venganza.
¿Quién pierde más? ¿Quién
gana más?
Pues ni uno ni otro. Nadie
gana. Nadie pierde. Somos esclavos de nuestros cuerpos y deseos. Todos. De una
manera u otra y con distintas manifestaciones en nuestras voluntades. Pero lo
cierto es que, si algo quieres, algo te cuesta. Y para alcanzarlo tienes que
tener claro que, por el camino a alguna cosa u otra, tendrás que renunciar.
Religión, deseo, poder,
ambición y traición son algunos de los elementos que se respiran en “Sansón y
Dalila” de Camille Saint-Saëns.
Con un argumento como este,
el de “Sansón y Dalila”, de sobras conocido es como arrancó la presente
temporada en el Metropolitan Opera House de Nueva York, a finales de
septiembre, y que justo hace una semana, la misma obra fue retransmitida a
través de las más importantes pantallas de las salas de cine de medio mundo.
Un
toque de fantasía
A pesar de que todos podemos
tener una idea preconcebida de lo que debe ser el envoltorio de una obra como “Sansón
y Dalila”, siempre he pensado que es una de esas óperas en la cuales el
director de escena puede dejar volar la imaginación. La puede salpicar de un
toque fantástico, colorido y atrevido, incluso. Con estos elementos, bien
trabajados, se consigue el efecto deseado: sacar “Sansón y Dalila” de un
decorado cartón-piedra, y, sin que se pierda un ápice de concordancia con el
argumento original, ser capaz de presentar al público algo atrevido, vistoso, con
tintes modernos, pero a la vez clásico, culminándolo con un vestuario de época.
Transgredir la escena sin traicionarla. Apostar por lo nuevo sin dejar atrás la
tradición.
Esto es lo que logra la
nueva producción para el MET de DARKO
TRESNJACK. La escenografía de ALEXANDER
DODGE es vistosa, casi minimalista, pero que recrea a la perfección el
ambiente. El decorado está relleno de infinitas celosías, que le dan un
ambiente intimidad, desde los fríos compases del lamento del pueblo hebreo,
pasando por el estallido rosa de la llegada de la primavera para acercarse a la
luz lunar del Valle de Sorek y al rojo pasión del tercer acto, primero en la
bacanal y finalmente en el momento del derrumbe del templo.
Todo ello está complementado
con un genial juego de luces de DONAR
HOLDER que sabe ambientar perfectamente como el pueblo hebreo exaltado por
la fe de Sansón ve la luz de la victoria ante los filisteos.
Del gris opaco con el que se
inicia la obra, la escena acaba culminando en un blanco cálido que vuelve a
teñirse de color oscuro durante el rezo hebreo y que se convierte en un rosa
casi fucsia cuando Dalila irrumpe en escena. Uno de los momentos visuales, sin
duda alguna, mejor logrados de la obra.
En el segundo acto, las
celosías cobran color azul y rosa y dan el ambiente relajado del Valle de Sorek
donde Dalila aguarda la llegada de Sansón. Éste, vencido por los deseos humanos
más íntimos y posteriormente despojado de su cabellera y de sus ojos, da paso a
la oscuridad de la celda en la que Sansón gira sin descanso la rueda de un
viejo molino mientras es burlado por su propio pueblo y por los filisteos.
Y, quizás uno de los
secretos mejor guardados de cuando se representa esta ópera es cómo va a
resolverse el derrumbamiento del templo. En esta ocasión domina la escena una
figura humana enorme que quiere representar al dios Dagon y que está revestida
una vez más de las innumerables celosías metálicas. Una imagen ya de por si
fraccionada que en un principio piensas que serán las dos columnas sobre las
cuales se apoya el templo filisteo. Pero no. No es así. Cuando Sansón recupera
la fuerza divina de su Dios, una vez más, tal y como ocurriera con la
producción que se hizo en Viena, es el fuego divino, el fuego de Dios, quien
culmina este pasaje bíblico que te ha tenido atrapado durante dos horas.
Tiene un efecto espectacular,
pero ya raído.
Y finalmente, contrasta con
toda esta innovación escenográfica, un vestuario clásico y elegante. Los
figurines como sacados de la película que en 1949 rodó Cecil B. de Mille
desfilaron por el escenario fantástico e imaginativo. Grandes y brillantes
pedruscos adornan tanto a Dalila como a las filisteas. Y, lógicamente, para los
que somos amantes de lo clásico, una producción como esta, la disfrutas ya
antes de verla solamente viendo las fotografías.
Es posible que entre lo
clásico y lo moderno, o quizás debería decir, con lo que resulta ser un poco
transgresor, es difícil encontrar un equilibrio. A algunos les parecerá
horroroso, poco adecuado. Para otros, entre los cuales me incluyo, me pareció
maravilloso. Un gran espectáculo visual, de colores encendidos, brillantes y
chillones, pero también una tarde de buena música y de disfrute de voces.
Otros
tiempos
Aunque musicalmente
impecable la dirección del maestro MARK
ELDER, a mí me pareció excesivamente ralentizada. Quizás es lo idóneo en el
lamento inicial del pueblo hebreo sumiso en las tinieblas del miedo y
descorazonados por la inalcanzable liberación prometida por su Dios. Un tempo
que, también le va en la escena del rezo, y probablemente también durante la
seducción que Dalila ejerce sobre Sansón con su “Mon coeur s´ouvre a ta voix”.
Y de forma obvia, en el arrastrado “Vois ma misère helás” de un Sansón que,
indefenso y cegado, sigue dando vueltas al molino sin cesar.
Pero… para nada favorece
esta excesiva lentitud en los momentos más heroicos, como pueden ser la entrada
de Sansón y su “Arretez, o mes frères”, la posterior exaltación del líder de
los hebreos y su pueblo plantando cara a los filisteos.
Destacar, a pesar de ello,
el excelente sonido que sabe sacar a la orquesta del Metropolitan, con una
sección de las cuerdas realmente inspiradísima, con lo que, el resultado global
que obtiene, lógicamente es satisfactorio.
Sansón
y Dalila
ROBERTO
ALAGNA hacía hace unos días una afirmación entre las bambalinas
del MET similar a esta cuando era interrogado acerca de la química que surgía
entre la mezzo letona ELINA GARANCA y él mismo.
Roberto decía que, la
química es algo que se tiene o no se tiene desde un principio.
Y estoy de acuerdo. Aunque los
cantantes no deben olvidar que son artistas. Que, en cierto modo son como una
especie de magos y que juegan con la ilusión de la gente. Un buen cantante tiene
las notas. Un artista tiene, además de las notas, un sentido de la actuación
innata. Ser un gran artista implica que, además de las notas y el profundo
instinto de la actuación teatral, seas capaz de dar vida al personaje, de
hacerlo creíble, de que el público vea el personaje y no al cantante, y que,
además, lo hagas de la forma más real posible.
No es creíble que dos
enamorados, o dos personajes que se dejan llevar por la pasión que marca sus respectivos
roles no se miren a la cara y no interactúen. Señores, si es así, o si tiene
que ser así en según qué parejas, apuesto por quedarme en casa, me pongo el cd,
me concentro en las voces y en el libreto, y no acudo a lo visual.
La ópera es un espectáculo
total: música, interpretación, y teatro. Es pura magia cuando todo funciona
encima del escenario.
Repetían en Nueva York como
pareja ELINA GARANCA y ROBERTO ALAGNA. Antes, ya se habían
cruzado en Viena hace unos meses con la misma ópera y una producción para
olvidar. Y para olvidar también era sin duda la poca química que hubo entre
ambos. Una Garanca muy fría ante un Sanson que intentaba encenderse sin llegar
a conseguirlo.
Pero, en esta ocasión, y con
la retransmisión a todo el mundo, la cosa mejoró bastante. Arrumacos y
arrumacos, más fingidos que veraces, pero que, al fin y al cabo, lograban el
efecto de deshielo entre ambos intérpretes. Sí que en alguna ocasión la Garanca
estaba más concentrada mirando al director que no a Roberto que lo tenía al
lado y abrazándola.
Abro paréntesis.
Francamente, no puedo entender que Elina Garanca haga esto. Pues tener al lado
a Roberto Alagna, no es moco de pavo presciamente. Por experiencia personal, lo
digo. Cierro paréntesis.
La voz de GARANCA quizás faltada de algún que
otro grave en momentos puntuales, fluye bien por el escenario neoyorquino. Su
discurso es elegante y seductor y su presencia escénica, arrebatadora.
Físicamente da en la diana como Dalila. Pero, a pesar de todo, su canto es
frío. Más cerebral que pasional. Y esto se traduce en una inadecuada entidad
dramática para hacer creíble a Dalila.
Cierto es que la imagen
imponente de la diva letona puede emborronar al oyente deslumbrándolo con su
presencia escénica y llevarle a hacer un juicio de valor sobre su actuación que
sería completamente injusto.
Escuchar al gran ROBERTO ALAGNA cantar en francés, es un
placer. Sublime. Roberto se entrega en cada palabra, en cada frase, en cada
aria, en cada acto. Durante toda la ópera. Es un artista completo con una
belleza de voz extraordinaria y un fraseo muy bien cuidado, y más, cuando canta
lógicamente en su lengua natal, el francés.
Alagna tiene 55 años y sigue
sobreviviendo en el mundo de la ópera. Es una de las últimas grandes voces de
la lírica, y por tanto, una auténtica proeza que alguien como él, cuyo
repertorio es más lírico que spinto, más romántico que heroico, pueda
ofrecernos una representación de este complicado personaje como es Sansón, con
una voz sana.
Sí que con el tiempo la voz
de Alagna haya perdido en la zona más alta un tanto de brillo, pero, la
belleza, el fraseo y la elegancia continúan intactas.
Retomo.
Decía que es una hazaña que
una voz como la suya que en los últimos años ha flirteado con una clase de
repertorio totalmente adecuado a sus posibilidades vocales (Trovatore, Otello,
Turandot…) nos brinde tan excelente función.
Todos sabemos de entrada de
que Alagna no es Sanson. Quizás no lo sea nunca. Falta un canto más heroico y un
poco más de robustez en los pasajes centrales. Y a pesar de que sigue
conservando una buena zona aguda, los pasajes más comprometidos como “Dalila,
Dalila, je t´aime” en el segundo acto y en su “En les écrasant en ce lieu!” en
el tercero, la voz roza la rascada. Sin duda, no se siente cómodo allí y es
donde la voz pone en evidencia las carencias que tiene para abordar un role
como el de Sanson.
A pesar de ello, Alagna
siempre acaba compensando y enamorando. No hay duda alguna de que estamos ante
una de las mejores y más bellas voces de tenor. Pero, en otra clase de
repertorio.
Discreto el gran sacerdote
de Dagon en la voz del barítono francés LAURENT NAOURI, con un timbre no muy agradable y que queda en
segundo plano ante la pareja protagonista.
Y para ella…
Escueto. Irrisorio. E
indignante.
Para mí esto es lo que
resume el pequeño – y tan pequeño- homenaje del Metropolitan a la figura de la
recientemente fallecida soprano catalana MONTSERRAT
CABALLÉ, en la que se proyectó un trozo del dueto de “Andrea Chenier” al
lado de Josep Carreras en la Centenial Gala del año 1983.
“È
tardi…” como diría Violeta Valery a punto de expirar en su lecho
de muerte. Un ridículo homenaje que llegó tarde, como digo. Fuera de lugar, porque
ni tan siquiera, el día de su fallecimiento, el pasado 6 de octubre, el teatro
se acordó de ella.
Tuvo que ser Roberto Alagna,
entrevistado durante la retransmisión de “Aida” quien, entre todos, hiciera una
breve mención a la gran diva catalana que ha enamorado con su voz a
generaciones y más generaciones. Y las que aún le quedan por enamorar.
Gracias Roberto. Todo un
señor. Ya quedan pocos de esta clase.
Señores del Metropolitan,
tomen nota por favor que han hecho el ridículo.
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